La Constitución cubana de 2019, un texto joven y viejo

El próximo 24 de febrero la Constitución de la República de Cuba llegará a sus cinco años de aprobada; sin embargo, siento como si fuera un texto viejo y sufrido, derrotado y sostenido apenas por la misma milagrosa estática que se dice mantiene en pie algunos edificios de La Habana.

Envejecimiento precoz

Aquella Constitución, que me resisto a llamar esta porque me parece que no existe entre nosotros, nació después de algunos años en que la esperanza se sentó en nuestras mesas otra vez. Y otra vez creímos que saldríamos de la crisis —o las crisis—, que también podemos llamar a nuestra vida.

En muchos artículos anteriores a 2019 expresamos que necesitábamos una constitución para y desde la democracia. De forma ingenua imaginábamos entonces un diseño constitucional que tomara en cuenta al Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano y, ¿por qué no?, también a lo mejor del constitucionalismo social, del liberal y del Socialismo Real, incluyendo en todo caso lo más avanzado de nuestra tradición jurídica, desde los proyectos constitucionales de diferentes arraigos políticos y filosóficos del siglo XVIII hasta la Constitución de 1940.

Al final, el Proyecto Constitucional que circuló para discusión tenía poco de todas esas tradiciones. En su afán de salirse del molde del socialismo burocrático, o al menos de aparentarlo, no logró ser consecuente con ninguna corriente o camino. Así, mantuvo la médula del sistema político de 1976, con el Partido Comunista de Cuba como fuerza dirigente de la sociedad y el Estado, pero a la vez debilitó las garantías materiales de la igualdad y de los derechos sociales. Y aunque reconoció por primera vez desde 1959 los derechos humanos —más o menos como se listan en la Declaración Universal—,no incluyó mecanismos para garantizarlos que son comunes en el constitucionalismo moderno, como un Tribunal Constitucional o una Defensoría del pueblo.

También resultaba alentadora la mención a la autonomía municipal y la conservación de las Asambleas Municipales del Poder Popular. Sin embargo, la Ley de municipios está estancada en un cronograma legislativo que se estira y encoge cuando la Asamblea Nacional lo necesita o, lo que es más certero, cuando el Partido lo indica. Ello ha impedido que una Política de Desarrollo Territorial muy avanzada, aprobada por el Consejo de Ministros —y que contiene hasta la posibilidad del presupuesto participativo y el reconocimiento de personalidad jurídica a proyectos de desarrollo local—, se ponga en práctica.

El Proyecto Constitucional sometido a consideración de las cientos de asambleas celebradas en centros de trabajo y barrios durante el 2018, fue una rara mezcla de intenciones reformistas liberales —como la inclusión de la forma de propiedad privada y el reconocimiento del derecho de propiedad como derecho humano—, con declaraciones de principios viejos —como que la empresa estatal socialista es el sujeto principal de la economía nacional—, o muy nuevos, como el lanzamiento de la propuesta del matrimonio igualitario. Este último finalmente fue extraído del Proyecto Constitucional, sobre todo por la presión de gran número de iglesias y religiosos, la mayor parte cristianos, que amenazaban con una votación negativa a toda la Constitución solo por la existencia de este artículo.

Dicho Proyecto lo presentó una Comisión integrada por personas que designó el Partido. La misma no trabajó bajo un procedimiento establecido públicamente antes ni bajo una norma que regulara el modo en que debía tomar en cuenta o desechar las propuestas ciudadanas. Fue así que decidió eliminar del Proyecto contenidos como el mencionado matrimonio igualitario y, a la vez, decidió mantener la elección indirecta del Presidente de la República, extremo que había sido muy discutido en la consulta popular.

También fue sospechosa la forma en que desapareció del Proyecto, llevado después a referendo, la declaración de que los derechos humanos se interpretarían dentro del país según los instrumentos internacionales en vigor. Jamás se ofreció ningún dato o estadística que develaran alguna petición popular encaminada a eliminar dicho contenido.

La Constitución de 2019 parece hija de doctrinas contrapuestas y en pugna, cosa que dicha así no resulta rara, porque el derecho es siempre un poco o bastante de eso. Pero en el caso de Cuba esas contradicciones no son públicas, o no son transparentadas como debate público, ni propias de la línea política de un partido, un grupo o movimiento social en una asamblea constituyente, porque no hubo asamblea constituyente en 2018 ni en 2019, y porque tampoco la hubo para las reformas profundas de 1992 y 2002, ni para crear el proyecto constitucional de 1976.

Contradicciones de la Carta Magna

Las paradojas de la Constitución de 2019 son, algunas, consustanciales al sistema de socialismo burocrático y autoritario. Otras provienen, según mi criterio, de una lucha tímida entre doctrinas políticas y económicas, en medio de las cuales la figura de Raúl Castro aparecería como árbitro final o decisivo, mediador de los debates o mejor, opinador final de las discusiones, por ser el mayor representante del llamado «poder revolucionario», último sujeto consagrado por la voluntad del máximo líder y custodio del legado de ese poder; casi como si se tratara de un misterio atesorado.

Esta sería la causa de que tengamos un diseño constitucional que trata de trascender el lenguaje marxista-leninista del socialismo real pero conserva a la vez sus pilares fundamentales. En cualquier caso, el perdedor histórico por estas contradicciones es el pueblo cubano, que debe sobrevivir con una ciudadanía limitada, instituciones de opaco funcionamiento, democracia local nominal pero inexistente y derechos declarados y castrados en el mismo acto de su constitución.

Así deviene paradójico el nuevo enunciado de que tenemos un estado socialista de derecho sin que aparezca ningún asidero jurídico ni político que garantice tal declaración. En la práctica, el sistema político cubano continúa dirigido por un partido único, no existe división de poderes estatales, los tribunales de justicia reciben directrices políticas del partido y el estado, el recurso de amparo para la defensa de derechos humanos —de nueva creación—, no puede contrarrestar una sentencia de un tribunal y solo es posible esgrimirlo cuando todas las demás vías legales y procesales para proteger un derecho hayan sido usadas.

También es contradictorio que se consagre la soberanía popular en el artículo 3 de la Constitución e inmediatamente, en el artículo 5, se eleve al Partido Comunista de Cuba como ente dirigente superior de toda la sociedad y el estado.

De la misma manera es paradójico que, aunque nos alegre encontrarlo en la Constitución, el principio de supremacía constitucional tenga que convivir con un aparato de poder político donde el partido único es central y en el que no hay un ente especializado en el control constitucional, que permanece en manos de la Asamblea Nacional del Poder Popular, órgano legislativo y constituyente existente desde 1976, y que desde su fundación nunca ha declarado la inconstitucionalidad de ninguna disposición normativa o acto administrativo.

Otra contradicción es la que encontramos en la consagración de un régimen político democrático que prevé muy pocas formas de ejercicio popular directo de poder. Por el contrario, prioriza las modalidades representativas, en este caso asamblearias, propias del constitucionalismo liberal, que solo se usa para el diseño constitucional cubano cuando es menester mantener al pueblo lejos de las decisiones trascendentales.

Es muy interesante que este tipo de artilugio constituyente se use con todas las tradiciones constitucionales a la mano. A veces es la vía liberal la que es útil al poder para encontrar una solución legítima y que no ponga en riesgo el control político y económico de la burocracia; otras veces es la tradición socialista la que se usa para este menester, pero lo que resulta evidente es que en la Constitución de 2019 existe una amplia gama de soluciones no democráticas.

Del mismo tipo de contradicción insalvable es la que se nos presenta entre la nueva incorporación del tipo de propiedad privada y la conservación del concepto de propiedad personal, cuando esta última forma fue la alternativa socialista encontrada en 1976 para no reconocer a la propiedad privada, y que tenía un sentido jurídico y político.

La propiedad personal fue una fórmula legal por la cual se garantizaba la intervención del estado en el ejercicio del derecho de propiedad, sobre todo en la parte del contenido relacionado con la disposición sobre los bienes, que debía estar completamente mediado por la voluntad estatal. Por eso no era contradictorio que, bajo la forma de propiedad personal, tuviéramos importantes limitaciones a la libertad de testar, vender, comprar, arrendar, hipotecar, prestar, permutar. A tenor con ello, es contradictorio que la Constitución de 2019 mantenga la propiedad personal junto a la propiedad privada.

Igualmente, discordante es el hecho de que se exprese que la forma de propiedad más importante es la estatal socialista de todo el pueblo y, en el mismo artículo, se hurte el uso, disfrute y disposición de esa propiedad al pueblo, al declararse que el estado lo representará en la titularidad y ejercicio de este derecho como dueño.

Pero ¿por qué decimos que la Constitución de 2019 ha envejecido en tan poco tiempo?

Esta afirmación se sostiene en el argumento de que la referida Carta Magna no ha servido para una transición a un modelo político y económico posterior a la «generación histórica de la Revolución», porque no propuso cambios profundos sino que los insinuó, anunció, presentó con sutilezas, pero se concentró en asegurarse un diseño estatal que no permitiera la concentración de poder político en una sola figura o liderazgo. Y no porque se repeliera este modelo, sino porque se presume que no hay liderazgos a la altura del de Fidel o Raúl Castro, como se ha expresado públicamente en sesiones de la Asamblea Nacional o en el Congreso del Partido.

La fragmentación de la función ejecutiva entre la Presidencia de la República, con jefatura de Estado; un primer ministro, titular del gobierno; la conservación del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, y por encima de todos la dirección política e ideológica del Partido; crea un mapa más complejo de cargos pero no se trata precisamente de un nuevo sistema de gobierno.

Por esta razón podemos apuntar que es una Constitución avocada al envejecimiento prematuro, porque no estuvo pensada para el futuro sino para un equilibrio precario.

La Constitución se encontró, además, con el escenario insospechado de la pandemia del nuevo coronavirus y con las protestas cívicas, intelectuales, populares, más importantes y grandes de Cuba desde 1959.

Desde el punto de vista político, Cuba es otra desde noviembre de 2020. Las nuevas generaciones de artistas, intelectuales, y el pueblo de los lugares más desfavorecidos del país, se salieron del libreto histórico de sociedad civil ninguneada o dominada, acostumbrada al consenso pasivo, y salieron a ocupar los espacios públicos, esos mismos que ya desde años antes estaban enriquecidos por la prensa independiente, considerada por el gobierno cubano una prensa mercenaria al servicio de los Estados Unidos de América.

La Constitución de 2019 no tuvo tiempo para acomodarse en su butacón burocrático pues tuvo que demostrar, demasiado rápido, para lo que servía. Y lo demostró: al pueblo no le sirve para casi nada; en tanto al poder le sirve para dar forma de legalidad a la dominación política.

La Carta Magna de los derechos humanos no sirvió para defender a miles de ciudadanos y ciudadanas que se manifestaron los días 11 y 12 de julio de 2021 en decenas de ciudades y poblados del país, sino que fue la base legal sobre la que se aplicaron las normas penales sustantivas y adjetivas a cerca de mil personas.

La Constitución de 2019 envejeció de un día para otro cuando los derechos humanos —que eran su novedad—, fueron pisoteados por el mismo Estado que los debería proteger sin que la Ley de leyes se sonroje. La libertad de expresión, prensa, reunión, el derecho a la manifestación, a la dignidad humana; no han valido nada y las cárceles cubanas encierran hoy más de mil presos políticos.

A manera de conclusión

En las escuelas nos enseñaron que la Constitución de 1940 se convirtió en «letra muerta» porque las leyes complementarias que debían regular sus contenidos más progresistas jamás se promulgaron. Yo enseñé durante años a mis alumnos de Derecho, que la Constitución de 1976 debió ser al menos «letra desmayada», por su falta de aplicación directa y, por lo tanto, su inutilidad práctica. También por la falta de decenas de leyes de desarrollo nunca aprobadas y por la imposibilidad de defender a esa constitución mediante ningún recurso procesal ni frente a autoridad política o jurídica alguna.

La Constitución de 2019 ya extraña una ley de ciudadanía, una de municipios, una integral para proteger a las mujeres de violencia machista, una que salvaguarde el derecho de manifestación y otra que haga lo mismo con la libertad de expresión. Asimismo, se necesitan un nuevo código civil, uno de comercio y muchas disposiciones normativas más.

No había forma de que la nueva constitución cubana se sostuviera con legitimidad ante la crisis económica, política y social, en general, que sufre nuestro país. No es una constitución para la protección de la ciudadanía sino para la protección de los intereses estatales, partidistas y de la administración pública. Cualquier ordenamiento jurídico en el mundo está pensado para eso, pero la propia constitución y las leyes deben limitar el ejercicio del poder político y otros poderes fácticos, del Estado y fuera del Estado, para que sea más difícil la instauración de la tiranía y poder controlar las tentaciones dictatoriales con las que lidia todo poder estatal en su funcionamiento cotidiano. La Constitución de 2019 no logra este objetivo básico de cualquier ley de leyes, y los hechos políticos, económicos y sociales en Cuba lo han demostrado desde 2020.

La Carta Magna de 2019 ha envejecido de golpe delante de nuestros ojos. Cumple apenas un lustro, pero en realidad lleva sobre ella la carga de décadas de autoritarismo y totalitarismo y es incapaz, desde ella misma, de responder a los problemas y aspiraciones del pueblo cubano.

Julio Antonio Fernández Estrada

Profesor titular. Licenciado en Derecho e Historia. Doctor en Ciencias Jurídicas.

Anterior
Anterior

Pioneros por el comunismo, ¿seremos fundamentalistas?

Siguiente
Siguiente

Las confesiones de Padilla y el permanente dilema del intelectual en Cuba