El derecho a elegir

La vida, con sus cambiantes circunstancias y giros inesperados, siempre nos pone ante situaciones en que debemos elegir determinada opción. Nuestros conocimientos, facultades e intereses son los que nos permiten consumar la decisión más apropiada. Por supuesto, en cuestiones que involucren a un número mayor de personas la elección va de la mano de la concertación, o sea, hay que optar por aquellas proposiciones que, sin ser exactamente las que ansiamos, no atenten contra nuestros intereses ni los de nuestros semejantes.

Sobre todo en cuestiones colectivas, elegir siempre implica cierto grado de disposición a acceder en aspectos no esenciales, así como a negociar con distintos sujetos para definir la opción más conveniente para unos y otros. De modo que la oportunidad de elegir deviene componente sustancial para la educación cívica y la armonía colectiva. Esto es cardinal a la hora de determinar en manos de quiénes pondremos la dirección de asuntos vitales. El acto de elegir nos hace partícipes de la vida social y genera una disposición positiva a colaborar en las decisiones de nuestro elegido.

Elegir no solo representa un derecho. Al ser un acto que determina asuntos comunes a una colectividad, deviene también deber. Nuestra elección implica un compromiso con las aspiraciones propias y ajenas. Esto consolida los sentidos de empatía y pertenencia y se constituye en elemento esencial para el desarrollo de una sólida actitud ciudadana.

Al tener la posibilidad de elegir, el individuo activa sus facultades para el análisis de las circunstancias y necesidades vitales, así como la previsión de los mejores medios para evitar penosas dificultades o riesgosas crisis. Ese sentido de responsabilidad y pertenencia que desarrolla como ciudadano, lo lleva a sopesar posibilidades, decantar opciones y entrever perspectivas.

La elección no constituye solo una vía para decidir el mejor representante de nuestras aspiraciones. Es a la vez un reto para definir nuestras capacidades de conectarnos e interrelacionarnos con los conciudadanos, así como un expediente para sentirnos parte viva de una comunidad donde las decisiones se tienen en cuenta y determinan consecuencias trascendentales para la vida social.

Cuando un estado garantiza a sus ciudadanos la oportunidad de que escojan a los individuos que van a avalar con el cumplimiento de sus mandatos lo que aquellos les han conferido; dicho estado está mostrando su carácter de entidad al servicio de sus electores y, por tanto, su consideración hacia el criterio e inclinaciones de los ciudadanos.

Esto posibilita una mejor relación ciudadanía-Estado, pues se basa en la confianza en que las decisiones tomadas son las deseadas y apropiadas. Además, de hecho, constituye un pacto tácito en el que una parte se compromete a decidir cuál es la opción de servidor público más pertinente para las exigencias del momento, mientras la otra asume sobre su conciencia el peso de la implicación de sus actos para que lo aspirado sea efectivamente realizado. Es así que el acto de elegir compromete tanto al elector como al elegido.

La facultad de elegir no solo posibilita a la colectividad el disponer quién puede servirla mejor. De igual modo, le ofrece la oportunidad de impugnar una resolución que no se avenga con lo acordado e, incluso, revocar al elegido si este se desviara de lo convenido o lo incumpliera.  La posibilidad de elección es la que confirma y refuerza el concepto de «servidor público», condicionando la voluntad particular del elegido a la voluntad colectiva de quienes lo eligen.

Como afirmara José Martí: «el jefe de un país es un empleado de la Nación, a quien la Nación elije por sus méritos para que sea en la jefatura mandatario y órgano suyo; así caen los gobernantes extraviados en los países liberales, cuando en su manera de regir no se ajustan a las necesidades verdaderas del pueblo que les encomendó que lo rigiese».

El individuo escogido para la función de gobernar, obviamente debe ser el más apropiado de acuerdo con los fines de la colectividad, pues nadie escoge para gobernarlos a una persona inconveniente. De modo que los electores deben decidir por los más aptos para llevar a cabo sus metas. Una vez que se nomina a alguien, quien elige establece un compromiso y una responsabilidad con el elegido, pues resulta incongruente escoger a alguien para desempeñar una tarea y luego entorpecer su labor.

De igual manera, el elegido se siente más comprometido pues lleva sobre sus hombros la responsabilidad depositada por quienes lo eligieron. A la vez, tiene la certeza de que sus acciones cuentan con el respaldo y favor de sus electores, lo que le otorga una mayor autoridad para desempeñar sus funciones.

Teniendo en cuenta las vicisitudes y deficiencias del sistema de administración impuesto en Cuba, que se sustenta en las decisiones irrebatibles de un partido que agrupa a una mínima fracción de ciudadanos, las cuales han conducido a un profundo y extenuante deterioro económico y social; considero que es momento de que todos los cargos públicos sean decididos por la elección directa de ciudadanos aptos para votar.

En el sistema vigente, los ciudadanos solo elegimos al delegado de la circunscripción. A partir de él, los cargos son aprobados por la Asamblea municipal, Provincial y Nacional, sobre la base de propuestas que hace básicamente la más alta dirección partidista. Es así que la base social del elegido se difumina y los electores no se perciben exactamente como representados por alguien que desean. No se establece por tanto la necesaria empatía elector-elegido y, en consecuencia, los electores no se sienten debidamente comprometidos con las decisiones del funcionario designado.

No se trata de abogar por el electoralismo mercantil al uso en algunos países, sino por la posibilidad honrada y comprometida de escoger a la persona que mejor pueda representar y conducir los asuntos de un pueblo. La posibilidad de ser elegido estimula a los individuos más capaces y voluntariosos a pensar y proponer proyectos de realización social provechosos y eficaces.

Por supuesto que abre un resquicio también a arribistas ávidos de poder, pero esto se decanta en la propia oportunidad de elección y de rescisión. Solo es preciso establecer normas que se adapten a nuestras maneras de ser, a nuestras circunstancias y aspiraciones. Lo esencial es que sea la colectividad la que escoja y decida quién y cómo desea ser representada.

Puede ser a partir de que un individuo o determinado grupo presenten una propuesta sopesada y fundamentada. ¿Por qué rechazar la posibilidad de que alguien exponga un proyecto para dirigir los asuntos económicos y sociales del país para un periodo determinado de tiempo y que los ciudadanos decidan si este es conveniente o no para sus circunstancias y aspiraciones?

En tal sentido se decretaría un plazo de tiempo sensatamente proporcionado, que permita al elegido llevar a efecto el proyecto en cuestión, pero evitando que nadie se perpetúe en el poder. En definitiva, un proyecto puede realizarse no solo por quién lo concibe, sino por alguna otra persona capaz que se identifique con él, lo cual evitaría el nefasto personalismo que lacera cualquier posibilidad de renovación.

No basta, sin embargo, que un proyecto sea aceptado, y elegido quien lo encabece; es imprescindible crear vías para que los ciudadanos monitoreen su cumplimiento y propongan las correcciones y modificaciones necesarias para hacer viable su cumplimiento.

Pienso que es hora de que las personas que vivimos, sufrimos y anhelamos sobre esta Isla dejemos de ser masa impulsada por determinaciones externas y partidarias; debemos empezar a conducirnos como actores conscientes y activos en la proyección y realización de nuestro destino. Para ello es fundamental que podamos elegir a los individuos y proyectos que mejor encarnen las necesidades y aspiraciones comunes. Es una probabilidad no solo factible y provechosa, sino también impostergable.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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