«Eso es lo que hay»
No puedo poner en fecha exacta el instante en que entreví la estrategia; en cambio, la impresión que el hecho me causó es indeleble. Nos encontrábamos bajo amenaza de huracán, el peligro mayor se cernía sobre el oriente de la Isla. Un alto cuadro del Estado hablaba en términos de que ya todo lo que se debía hacer en la fase preparatoria estaba hecho o en marcha, y que, en cuanto a los posibles afectados, no habría problemas, ellos irían para las casas de familiares y amigos. Hizo una pausa extensa y, solo después, como una coletilla obligada, añadió: «y bueno… para los lugares… las instalaciones, que puedan acogerlos…», y continuó la conocida verbosidad.
Quedé clavada ante el televisor y, durante los minutos siguientes, me asaltaron un montón de imágenes, y entre ellas, varias ideas pugnaban por ganar precisión. En cualquier circunstancia, bajo amenaza de desastres naturales, la primera opción, y me gustaría que fuese –como muchos años atrás— la única que se promocione, ha de ser que los posibles afectados sepan que estarán bajo la protección de los organismos y recursos de «su» Estado. Mientras, la posibilidad de recibir la acogida de familiares, amigos y conocidos, debería ser una elección final de la ciudadanía que se halle en medio de tal circunstancia.
Me recuerdo con ocho años de edad, en los tempranos sesenta, y un huracán amagando azotar la capital. La Defensa Civil de La Habana Vieja tocaba por segunda vez la puerta de nuestra casa y solicitaba que, por favor, les acompañáramos a un sitio seguro cercano, convertido en albergue, dada la fuerza de vientos que se esperaba y la altura de nuestro apartamento, en un edificio de 1943 sin ningún otro inmueble cercano que lo protegiera.
Mi madre optó por que nos fuéramos para la casa de mi mejor amiga de la infancia y su familia, amiga también de la mía, ubicada a media cuadra y en lugar bien protegido. Por fortuna no hubo nada que lamentar y esa misma noche regresamos a casa.
Eran los tiempos en que, por la fecha del 26 de julio, el fin de año y ante la amenaza de un huracán, el MINCIN entregaba a la población, en sus bodegas, algunos productos extras. Rememoro que los ciclones venían acompañados de bolsas de galletas de sal, barras de guayaba y latas de carne rusa. También se podían adquirir clavos, algunas tablas para asegurar ventanas y puertas, papel precinta para los cristales; velas, alcohol y queroseno para cocinar o iluminarse con mecheros… El resto de las precauciones a tomar quedaba por cada quien, tal como almacenar agua para tomar, limpiar los tragantes en patios y azoteas, preparar los quinqués y los faroles chinos, poner a punto los reverberos…, en fin.
En medio de esto, donábamos de nuestra cuota de alimentación ―racionada tempranamente y controlada por una cartilla denominada aquí «Libreta de Abastecimiento»―, una libra de azúcar para no recuerdo ya qué país, y luego otra de arroz con similar propósito. Los países en cuestión consiguieron recuperarse; las cuotas donadas no.
Pero llegó un día en que terminó también la entrega extra de productos en ocasión de determinadas celebraciones y en tiempos huracanados. No puedo precisar si fue algo simultáneo o qué sucedió primero y qué después. Lo evoco solo como un hito en esta peculiar travesía de la cual me ocupo ahora.
Paulatinamente transitamos de reconstruir a cuenta del presupuesto del Estado las viviendas dañadas por eventos climatológicos o desastres naturales, a cobrarle a los cubanos afectados los materiales e insumos necesarios para la recuperación (total o parcial) de sus propiedades y la normalización de sus vidas.
También en materia de construcción y reconstrucción, y tras los problemas enfrentados ―y no analizados pública ni colectivamente― con aquel plan de las «Microbrigadas» y sus trabajos interminables, comenzamos a hablar de «esfuerzo propio». En ocasiones, el término tomaba tintes de absurdo cuando las cámaras de la televisión nacional enfocaban a ciudadanos que militaban ya francamente en las filas de la tercera edad y ―hablando en criollo―, no contaban con descendencia hacia la cual «virarse».
Como reza el refrán: «Aquellos polvos trajeron estos lodos». En realidad, todas fueron señales. Transitamos desde un concepto que algunos pueden denominar «proteccionista» ―aunque el tema, complejo, enrevesado, descansa en un concepto muy parecido al sistema de los trabajadores rurales en las repúblicas anteriores, donde el dueño pagaba con bonos que se terminaban consumiendo en sus dependencias―, hacia un (neo)liberalismo feroz.
El supuesto «proteccionismo» pasaba por la inexistencia de una adecuada política salarial y de un sólido mercado interno; es decir, por la ausencia de una economía sólida y coherentemente organizada. Por otra parte, con el tabú del dinero y de lo «malsano» que era llevar vida de ricos, siempre recibimos «lo mínimo» para que no pensáramos mucho y tuviéramos que concentrarnos en las cuentas del día a día, es cierto que con menos presión y ansiedad que hoy, en que ya solo tenemos ante nosotros una sola columna, la que reza: deudas.
No es mi interés tratar el tema económico, lo único que quiero expresar es que, como bien sabemos por padecerlo a diario y en todos los rubros, cada quien está hace rato a merced de su suerte, por su propia cuenta. En ninguno de los programas, planes o nuevas medidas, alguna instancia de gobierno ha colocado en el centro al ciudadano y ha meditado cómo y cuánto lo favorece o afecta. Es un factor ausente en la ecuación y resulta al final, por tanto, el sujeto quien debe vérselas ―sin ayuda ni compasión―, con todos los disparates; somos los cobayos de laboratorio, «los corderos de Dios».
Ni salud, ni educación, ni vivienda, ni alimentación, ni transporte, ni país que produzca nada; ni orden, ni decencia, ni valor humano alguno que tenga que ver con la civilización, pues todo nos conduce y trata de sumergirnos en la barbarie. Y ante el reclamo, a veces tímido, de algún compatriota, se ha hecho común la frase impúdica e inaceptable de: «eso es lo que hay»; la respuesta preferida de la marginalidad que la espeta como una ocurrencia, cual si se tratara de una ingeniosidad.
Me gustaría saber si cuando la única planta productora de oxígeno del país colapsó, en medio de la pandemia de COVID ―un país con una única planta productora del gas es algo difícil de entender pero, a estas alturas y tras el susto, el escándalo a sotto voce y los muertos, la situación continúa igual―, hubo alguno entre estos descerebrados capaz de responder con esa frase a los reclamos de los familiares de los fallecidos o a la desesperación del personal de la salud, con vocación y sensibilidad, enfrentado a algo que no le correspondía prever.
Atención: marginalidad social ―que quiere decir quedar o, por elección, vivir al margen, sin principios, clase social, partido ni bandera― que se expande ahora sin que casi nada, que no es igual que casi nadie, le haga frente. Marginalidad en contubernio perfecto con los otros, los aparentemente inútiles e ineficientes para la cosa pública; trúhanes creadores del caos, porque también se benefician del desorden, de la perversión de los símbolos, los sentimientos y las conductas, y como no saben un ápice de historia (ni les interesa), ni conocen íntimamente a su pueblo, ni confían en él porque lo desprecian; no adivinan las reservas ocultas, intangibles, especiales, de los cubanos; seres inauditos salidos de esa mezcla de razas y culturas en este mediterráneo americano, sometidos una y otra vez a tantos estremecimientos y, sin embargo, tan capaces de lanzar, en medio del infortunio más severo, una sonora, y por ello enérgica, afirmativa, aglutinadora y desafiante carcajada al viento. O a quienes resulten desacreditados mandantes.
Na’ que, ante tanto, está por llegar «La luz, bro… la luz».
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.