Notas sobre la exclusión política en Cuba (1959-2019)
Uno de los temas más incómodos para cualquier funcionario cubano ante interlocutores foráneos, es el de la exclusión política en Cuba. Su entrenamiento pudiera bastar para volverle impermeable a cualquier opinión o información contradictoria; también para convertirlo en retóricamente inaccesible a cualquier argumento que demuestre la existencia y dimensión sistémica de la exclusión. Las falacias, no obstante, no son el problema; lo ha sido siempre la imposibilidad de contrarrestar la evidencia disponible, y también las consecuencias que tendría el admitirlo. La cuestión final es la coherencia.
Esto no siempre fue así. Hasta hace pocos años, proclamar ―fuera o dentro del país― la legitimidad de la exclusión política de cualquier cubano era una cuestión no solamente fácil, sino también generalizada. Se acudía al falso dilema del «nosotros contra ellos» y el «ellos contra nosotros», como lo impuesto por el conflicto, pero también como la forma de encubrir el tema del monopolio del poder.
La historia de la intensa y costosísima guerra civil que ocurrió en Cuba por más de seis años casi inmediatamente después de 1959; las agresiones de todo tipo realizadas, organizadas o apoyadas por agencias del gobierno de los Estados Unidos durante mucho tiempo, y las dinámicas de control social, homogenización y movilización política de la población implementadas por parte del Gobierno cubano; fueron suficientes para que la exclusión política quedara fuertemente instaurada en las prácticas y formas de interacción de la sociedad.
Como resultado, la mayoría de los miembros de las diferentes generaciones que vivieron en las últimas seis décadas en Cuba, estuvieron involucradas ―en mayor o menor medida― en prácticas, eventos y estructuras de exclusión política. Esto último es muy importante, porque en paralelo a las complejísimas dinámicas y procesos de exclusión que se producían, las estructuras institucionales y políticas funcionaron, no ya solo como vectores de la reproducción de tal fenómeno, sino como generadores de un patrón por el que se actualizaron y definieron, en distintas esferas y contextos de desarrollo de los cubanos, los criterios de exclusión y sus alcances.
El proceso de institucionalización y consolidación de la exclusión como un tipo de cultura política que degradó, cambió la jerarquía y anuló algunos contenidos importantes en la cultura política anterior ―o tornó selectivos y condicionales valores como el de la solidaridad, que emergió y funcionó progresivamente desde 1959 y durante mucho tiempo como articulador la axiología política―, contradictoriamente ocurría al mismo tiempo en que se producía una inédita y masiva participación de la población en las transformaciones que experimentaba la sociedad cubana.
Pudiera creerse que, al interior de estos extraordinarios procesos de cambio social, económico y cultural ―que hoy resultan subestimados y reducidos a sus formas y eventos menos duraderos y seguramente vergonzosos, pero que constituyeron expansivos y prolongados cursos de inclusión―, la mayoría simplemente excluyó a la minoría. En realidad, las tensiones y fracturas que la exclusión política generó fueron mucho más complejas y abarcadoras.
La exclusión política no fue monopolio absoluto de ningún grupo, facción o clase social; realmente ella contaminó a la sociedad en su conjunto y se trasmitió en una progresión y escala similares a la de una epidemia exitosa, dejando terribles secuelas en la vida de las personas. Conocidos, vecinos, amigos, miembros de la familia y familias enteras, independientemente del tipo de orientación política que tuvieran, dentro o fuera del país; aislaron, segregaron, castigaron de diversas formas y pusieron en desventaja por sus opiniones, ideas o decisiones políticas, a personas o familiares que hasta ese momento habían sido valiosas e importantes en sus relaciones sociales.
El drama, por ejemplo, de padres renegando y despreciando a sus hijos de forma pública ―en los peores momentos de estos procesos―, y esperando así satisfacer expectativas de individuos, colectivos y estructuras, o conservar distintos estatus y privilegios; solo puede ser comparado con el de hijos emigrados o exiliados, re-victimizándose ―y re-victimizando a sus padres― al renegar de ellos, y limitar o condicionar sus vínculos, la mayoría de las veces no como resultado de un historial de relaciones conflictivas previas, sino como forma de expresión simbólica de un posicionamiento político.
Actitudes como esas, cabe precisarlo, no pocas veces fueron coyunturales y demasiado frecuentemente inútiles e intrascendentes desde el punto de vista político, tanto en las sociedades de origen como en las que se habían integrado.
Pocas veces se aprecia que los contenidos y rasgos de la cultura política cubana que empiezan a definir los primeros algo más de cincuenta años de vida republicana, apenas logran separarla del prolongado ciclo de violencia política estatal que impuso España como metrópolis, y de la desarrollada por el independentismo durante treinta años de lucha. Asimismo, en el breve período de arraigo y desarrollo de las instituciones republicanas, tuvieron lugar dos momentos en que la violencia política volvió a ser ampliamente legitimada como forma de solución del conflicto.
En este pulseo entre una «cultura política de la violencia» instaurada históricamente en Cuba, y una «cultura política democrática» ―que intenta legitimarse lentamente a través de proyectos, normas, prácticas e instituciones, como forma de interacción y superación de conflictos―, no es descabellada la hipótesis de que la exclusión fue un rasgo de la cultura política de la violencia que se hiperbolizó sistémicamente hasta convertirse en el habitus político cubano.
De todas formas, si bien la exclusión política se socializó, en el plano público el Gobierno cubano logró tener, e impuso, su supremacía sobre ella y rápidamente la empleó como contenido fundamental para pivotear su hegemonía. La concreción de una y otra se produjo tempranamente y se mantuvo a través de los tres distintos sistemas políticos que han regido en algo más de sesenta años.
Si el primero de tales sistemas políticos (1959-1976) funcionó como un dispositivo informal pero eficiente, por el que las dinámicas de exclusión política ―a medida que el conflicto escalaba rápidamente― se implantaron y expandieron de facto, administrativamente o a través de los difusos contornos legales de las instituciones estatales y políticas del periodo de provisionalidad; el segundo de ellos (1976-2019) anuló formalmente la igualdad política de los ciudadanos.
Aunque la mayoría de los análisis sobre el proceso se internan en sus circunstancias, condicionamientos y singularidades, lo cierto es que tanto las prácticas de exclusión política como la enajenación de la participación dentro de organizaciones sociales y de masas ―que precedieron a la existencia de una estructura política definitiva―, se hicieron a partir de la entronización y jerarquización de relaciones de subordinación política en la sociedad cubana.
No se trataba entonces de la mera dominación ejercida contra un grupo o clase social; sino de la desactivación general de los principios de «autodeterminación» y «autonomía política» de cualquier ciudadano a partir del establecimiento de un principio de superioridad política. En la práctica, a pesar de que la superioridad política fue un recurso de interacción que potenció prácticas de discriminación, acoso, coacción, persecución y castigo aparentemente dirigidas contra «el otro» político; las instituciones sociales y políticas reprodujeron en sus estructuras y funciones la subordinación de «todos» los ciudadanos.
Ello explica por qué a lo largo de este proceso el propio término «ciudadano» quedó reducido a una expresión de carácter peyorativo utilizada por las autoridades. La extinción de la igualdad política de los ciudadanos, fue la base del sistema político que inauguró y definió la Constitución de 1976. Paradójicamente, esta proclamaría como valores constitucionales «la democracia y el disfrute de la libertad política».
El sistema fue capaz de lograr con éxito reducidos grados de diferenciación social, alrededor de un proyecto de país que reflejó muchas aspiraciones y metas de los cubanos ― y también de los sacrificios que se veían obligados a hacer para intentar alcanzarlos. Proporcionó asimismo los marcos legales y la condicionalidad material necesaria para el acceso y disfrute masivo de derechos socio-económicos y culturales, que funcionaron como espectaculares rutas de movilidad social compartidas y usadas, sin diferencias significativas, por miembros de diversas generaciones. Sin embargo, la exclusión política fue siempre su tenso correlato interno.
Está por develarse el papel desempeñado por varias instituciones y ramas del poder en Cuba para armonizar sistémicamente distintas formas de exclusión política de los ciudadanos. Aunque para muchos sea fácil caer en la tentación de entender la exclusión política como un traje confeccionado a la medida por el liderazgo de Fidel Castro, sus intereses y características de su personalidad; es muy importante tratar de entender otras cuestiones que aportaron la tracción necesaria para ese resultado.
En ese estudio será imprescindible tomar en cuenta:
- la legislación penal vigente durante el período;
- cómo se codificaron y usaron las formas de peligrosidad social;
- los cambios de políticas penales que determinaron la actuación de los jueces y tribunales;
- el número y tipo de delitos que incluyeron la pena de muerte y la cantidad de personas a las que les fue impuesta como sanción principal;
- la densidad de la población penal, la representación de grupos por razón étnica, de clases y regiones que fueron parte de ella;
- el régimen penitenciario legal y el modus carcelario real;
- la legislación laboral, los reglamentos disciplinarios y los actos normativos de las administraciones,
- los requisitos para acceder a empleos y ocupar puestos y cargos;
- las regulaciones y directrices que definían el manejo de la educación y de los educandos y sus familiares en todos los niveles, el tipo de enseñanza y el acceso a carreras y becas.
Es seguro que numerosas historias de vida y testimonios ayudarían a completar el nivel de la supremacía que alcanzaron el Gobierno y el Estado cubanos en la exclusión política. Ellas darán cuenta también de la importancia y papel que jugó la exclusión política en la consecución de la hegemonía específica de un paradigma monopólico del ejercicio del poder, por la que la sociedad cubana no solo naturalizó su existencia, sino que la reprodujo hasta hoy a través de complejos patrones de comportamiento.
En 2019, cuando con la Constitución promulgada entró en vigor un tercer sistema político, «el disfrute de la libertad política» que había sido proclamado en el anterior texto constitucional cuando paradójicamente se extinguía la igualdad política de los ciudadanos cubanos, quedaría restringida a: «el disfrute de la libertad».
La razón de ese cambio no sería un secreto. Los mismos promotores de la eliminación de la finalidad política de la libertad que contenía la palabra anulada, dejarían claro a quien quisiera escucharlos que esa no era una prerrogativa que deseaban proporcionar a los que ellos temían usarían el catálogo de derechos que acompañaba la proclamación del sistema cubano como un Estado de Derecho para intentar transformar su realidad política.
Comenzaba así el último sistema político de la exclusión. Esta vez la exclusión social no solo se tornaría hermana gemela de la exclusión política, sino que la indetenible y salvaje expansión de ambas en un auténtico cataclismo des-civilizatorio de la sociedad cubana, se volvería la clave para entender el poder en Cuba, las creencias y valores de sus operadores y las razones de las luchas de los excluidos.
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Este artículo es un ejercicio de derechos constitucionales reconocidos por la Constitución de la República.
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Imagen principal: Sasha Durán.