Renuncia
«Lo correcto es correcto, incluso si todos están en contra. Y lo incorrecto es incorrecto, incluso si todos están a favor»
William Penn
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De la renuncia
Renunciar al poder político en ocasiones significa —desde la perspectiva populista—, una manera de ganar apoyo para reconquistarlo, legitimado por una popularidad superior a la que se poseía. El pueblo puede aquilatar la renuncia asociada al desinterés por el ejercicio del mando y como un acto de suprema modestia. El renunciante simula hacerse a un lado para evitar conflictos políticos mayores o se presenta como alguien que aparenta no obstaculizar la legalidad o el ejercicio de poderes formalmente superiores al suyo.
El efecto buscado, y muchas veces logrado con tales acciones, es otro muy diferente, similar al de quienes supuestamente sufren un gran número de atentados, de los que una parte son verdaderas farsas que los victimizan, y le permiten obtener votos o perpetuarse en los puestos que ocupan.
En su artículo «“Renunciar” al poder, la mejor manera de conquistarlo», el historiador italiano Loris Zanatta nos dice: «En la cultura política y el sistema de valores de tradición populista, el victimismo permite atesorar un elevado capital político […]».Esto es, defender la democracia para llegar a la dictadura. A la tiranía mediante la popularidad.
De acuerdo con la politóloga Ana María Mustapic, desde hace más de cuatro décadas las crisis políticas en las democracias presidenciales de América Latina, en las que Cuba no clasifica, han tenido dos formatos de solución: mediante salida de la cabeza del Estado o a través de una decisión congresional. En el primer caso, el presidente dimite por la cancelación del recurso democrático; en el segundo, el parlamento logra una medida de mayoría partidista, generalmente mediante alianzas, y prescinde del jefe del Estado.
Una vez agotada su credibilidad, y ante el peligro de perder puestos y prestigio, muchas veces los políticos se victimizan con el fin de convertirse en Cristos crucificados que cargan su cruz para proteger a la sociedad de fantasmas inexistentes, cuando debieran preservarla de ellos mismos, principales responsables de la crisis nacional.
Con ese fin se transfiguran en aparentes «padres salvadores de la patria» y «del pueblo» frente a cataclismos y enemigos reales o imaginarios, que les «obligan» a perpetuarse en el poder porque al parecer serían ellos los únicos capaces de conducir la nación al éxito, pese a décadas de fracasos, en los que se incluyen producciones y servicios imprescindibles o sagrados, según su liturgia.
Este guión ha sido empleado muchas veces: sacrificio mediante renuncia en el altar de la patria, luego, la resurrección y el reinado. Es ciclo muy socorrido en el mundo político. Recuérdense las dimisiones de Bolívar en la Gran Colombia, el apartamiento de Mao Zedong del poder en China, o el de Fidel Castro en 1959, cuando logró renacer con mando absoluto al quitar del medio a Manuel Urrutia para consolidarse como autoridad suprema hasta el retiro definitivo, en el ocaso de su vida; o la de Raúl Castro más recientemente, apartado de cargos oficiales pero transformado en el «gran decisor» de la política nacional.
Cuba, lo necesario y lo posible
En las condiciones de Cuba, una iniciativa parlamentaria que solicitara la renuncia de la primera figura no se produciría dada la subordinación de la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) al Partido Comunista, invocada incluso en el artículo 5 de la Constitución. Ya quisiera la Asamblea poseer alguna autoridad sustitutiva sin estar obligada a recibir antes el consentimiento de los círculos superiores del PCC. A ese grupo-casta-oligarquía pertenece la cúpula militar. Y por encima de todo, sin ocupar cargo oficial alguno pero con mucho poder, el nonagenario general Raúl Castro. Mientras viva, en ese entorno cualquier cambio es imposible sin su aquiescencia.
Pese los múltiples fiascos acumulados, la casta dominante en Cuba alimenta una aparente confianza en que sus políticas cosmetizadas, sin cambio en las esencias, les llevarán a alcanzar la aceptación ciudadana. Chorros de tinta, miles de horas de radio y televisión, manejo de una Asamblea domesticada, ausencia (por represión e impedimentos legales) de una verdadera sociedad civil, repetición de consignas vacías, orfandad de ideas y argumentos; suman al esfuerzo por mantener una clientela política que dista de ser popular.
No obstante, en los tiempos actuales y con los niveles de impopularidad en límite record, sin legitimación histórica ni plebiscitaria, amén de las pugnas palaciegas; resultaría muy peligroso renunciar para intentar redimirse y luego imperar. Es mejor no correr riesgos. Dimitir no está en su agenda inmediata, porque lo más seguro es que nadie les pida regresar al poder. Pero sería de agradecerlo si lo hicieran.
No olvidar Rumanía, donde Nicolau Ceaucescu se dio un «baño de masas» y poco después fue derrocado y fusilado por un movimiento multitudinario que barrió al régimen. Las marchas, actos y eventos de esa índole no significan apoyo popular; son apenas expresiones de cuánto se manipula y presiona a sus clientes.
Si quieren una expresión plebiscitaria: ahí tienen el casi millón de cubanos emigrados en los últimos años. Y si desean una prueba de su [in]capacidad para gobernar: que muestren la primera decisión que haya tenido resultados positivos. Una prueba de fortaleza y valentía sería que el gobierno transparentara los casos de descomposición moral que alcanzan a las altas esferas de la «nomenklatura» oficial y salpican sus salones palaciegos. Los escándalos por corrupción de elevados cargos político-militares del régimen debieran haber provocado ya la dimisión de un gobierno en el que la conocida lexía de generales/doctores pudiera sustituirse por la de coronel/doctor.
Existe un deterioro evidente de la nación en todos los órdenes durante décadas: económico, con un descenso dramático de los niveles de vida, corrupción crónica imparable, crisis espiritual; lo que demuestra su carácter estructural y sistémico sin que ninguno de los problemas de la población y el país tengan solución a la vista.
En la sociedad cubana coexisten riqueza y miseria extremas, marginalidad, violencia y otros males sociales que el régimen no registra ni quiere asumir, y esconde en eufemismos como: «vulnerables», «zonas desfavorecidas» y otros por el estilo. Graves problemas nacionales no están en la agenda oficial a pesar de que son responsabilidad exclusiva del gobierno. Una administración interesada en solucionar esas dificultades, debiera comenzar por aceptar su existencia.
El deterioro nacional resulta en un proceso de «haitianización» del país; expresado en los niveles de empobrecimiento material, creciente violencia social, corrupción galopante y caos económico.
Quien lleva razones no necesita presentarse como redentor. Las «víctimas» de hoy no andan sobre un asno, como el mártir del Gólgota; viajan en autos de alta gama y recorren el mundo a costa del empobrecido pueblo.
La vergüenza podrían evidenciarla si aceptaran la responsabilidad que les corresponde en las causas de la grave crisis; no imitando al avestruz ni manteniendo poses triunfalistas sin poder mostrar una realización exitosa de su gestión.
A lo largo del proceso iniciado en 1959 el Estado se adueñó de todos los sectores de la sociedad: desde la economía a la instrucción pública, de la medicina privada hasta la elaboración y comercialización de cualquier producto, por simple que fuera. La centralización extrema no dejó espacio a la iniciativa privada, que fue anulada y demonizada. Los municipios y provincias perdieron toda autonomía en nombre de un centralismo democrático que tenía mucho de centralismo y nada de democracia ¿cómo trazar una política de autonomía municipal —que acercaría la soberanía al ciudadano— cuando privaron a estas estructuras, donde se realiza la vida nacional, de toda autoridad, competencia y recursos? De esta manera el estalinismo sentó plaza entre nosotros.
El caos que hoy impera no es consecuencia del «enemigo externo»; mucho menos del «interno», que no ha estado organizado —ni se le ha permitido— por lo que su peso político específico para ser determinante como tendencia a escala nacional es escaso. En consecuencia, el gobierno ha hecho su santa voluntad sin que ninguna fuerza interna haya obstaculizado su gestión.
Después de 1959 —si tenemos en cuenta que los hermanos Fidel y Raúl Castro no ejercieron cargos presidencialistas a nivel de República, sino de órganos que se llamaron Consejo de Estado y de Ministros—, los presidentes cubanos han ejercido un poder limitado: Manuel Urrutia fue apartado rápidamente del puesto; Osvaldo Dorticós fue una figura sin potestad real; de Miguel Díaz-Canel, jefe actual del Estado, se comenta sotto voce que es limitado por la autoridad efectiva de Raúl Castro y las fuerzas armadas.
Y cuando se alejen del poder…
Que concurren condicionantes para un estallido social no es secreto para nadie. La sociedad está al límite. La crisis nacional es una realidad incontrastable, que compromete la gobernabilidad debido a la acumulación de problemas irresueltos. El empobrecimiento extremo de la Isla, prueba de su dependencia, cobró forma después de la caída de la URSS, una vez fracasados en ese país «todos los intentos de reformas parciales», según afirmara Mijaíl Gorbachov.
Se visibilizó entonces la endeblez de la economía cubana, incapaz de vertebrar un sistema interno productor de bienes y servicios. Estalló una crisis permanente que dura ya más de tres décadas. La responsabilidad del actual equipo de gobierno ancla en la incapacidad de solucionar ninguno de los problemas heredados después de más de sesenta años de errores, como expresara Raúl Castro en su discurso ante la Asamblea Nacional el 18 de diciembre de 2010.
El modelo ha colapsado, no sirve «ni para nosotros mismos», según expresión de Fidel Castro. No se trata de cambiar cargos y nombres; es necesario pasar la página del gobierno inepto y el sistema disfuncional, hacia otro democrático y participativo, en el que el concepto de soberanía sea el ejercicio del mando por el pueblo. Y el soberano, lo sabemos, no delega sus atribuciones.
Por otra parte, existen provisiones jurídicas que pueden conducir a una solución sin traumas y al alejamiento del poder voluntariamente mediante renuncia. La Ley 136 del Presidente y el Vicepresidente y la Ley 134 de Organización y Funcionamiento del Consejo de Ministros, fundamentadas en la Constitución vigente, ofrecen al país un marco jurídico apropiado.
La crisis estructural permanente que padece la nación es heraldo que anuncia un cataclismo. Renunciar, para evitarlo, es un acto legítimo, legal y moral. Como se presentan los hechos ante los cubanos, es lo mejor que pudiera ocurrir para iniciar luego profundas transformaciones económicas, políticas, jurídicas y sociales. Nuevos caminos, alejados de intentos parciales y tímidos, podrían recorrerse empleando métodos realmente inclusivos. Es la hora de «cambiarlo todo radicalmente». La patria lo agradecería.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC