En torno a la resignación

En algunos artículos, ante problemas de nuestra sociedad que afectan la existencia ordinaria, me he referido a la necesidad de que los ciudadanos tomemos la iniciativa y expongamos —incluso empleando los espacios de organizaciones oficiales—, nuestras quejas, inquietudes y críticas a lo que no funciona bien, con el propósito de hacer llegar nuestras insatisfacciones a las autoridades que competa y promover la búsqueda de soluciones efectivas. Sin embargo, ante tal planteamiento que a todas luces parece lógico y práctico, hallo una reacción bastante frecuente que me deja anonadado. Muchos compatriotas objetan que para qué, que esto ya se ha hecho, que nadie oye, nadie reacciona, que no va a pasar nada… Entonces me siento como si succionara un agujero negro de fatalidad que se traga toda intención de hacer algo productivo. Y trato de encontrar explicaciones.

Intento comprender el asunto. Pero esto que escribo no es una respuesta. No hay nada conclusivo ni definitivo. Más bien es una suerte de interrogación en voz alta que hago tratando de determinar las razones de este proceder indiferente. ¿Cuándo, cómo, por qué empezó este estado de no intentar, de desatender, de no proponerse resolver dilemas que nos obstaculizan la existencia y roban la paz? Pienso que ningún fenómeno social se da en un instante, como por acto de magia, sino que es el resultado de circunstancias que se entretejen y complican en el decurso del tiempo, sobre todo si, contra viento y marea, se prosigue con perspectivas que no han resultado.  

Inobjetablemente, el triunfo revolucionario de 1959 fue un hecho necesario. No digo que haya tenido que ser así ni que efectuara el desarrollo ulterior que tuvo. Solo afirmo que tenía que suceder porque respondía a condiciones que demandaban una transformación radical del estado de cosas. Se habían acumulado demasiados abusos, penurias y crímenes. Por lo tanto, no solo era indispensable el cambio sino que resultaba lógico el júbilo asociado a él.

Además, es útil para el asunto que indagamos, señalar que al frente de esta transformación radical estaba un hombre joven, carismático, inteligente, de ardientes discursos que dejaban oír las cuestiones que los necesitados estaban ansiosos por escuchar. La gente se adhiere fácilmente a estos personajes que vienen a ser una suerte de Mesías de nuevos tiempos, sobre todo cuando blanden sus necesidades como metas de sus actos, de modo que los siguen entusiasta, apasionadamente. No fue un hecho fortuito que casi todas las familias cubanas colgaran en sus puertas un cartelito que enunciaba «Esta es tu casa, Fidel», en un gesto de devoción incondicional. Igual corearon consignas como «Para lo que sea, Fidel, para lo que sea». La inmensa mayoría estaba lista para la aceptación a cualquier solicitud que derivara de su liderazgo, pues anunciaba ganancias largo tiempo ansiadas.

De otro lado, luego del triunfo se emprendieron una serie de acciones que favorecían a un gran porciento de la población en aspectos que anteriores gobiernos habían descuidado. Así se promovió la entrega de la propiedad de la tierra, la tenencia de vivienda, la asequibilidad a la electricidad, el acceso a la educación y la salud, entre otros. Estos dividendos, por supuesto, colocaron a una mayoría de la gente, sobre todo los que habían vivido en mayor precariedad, fervorosamente del lado del proceso social triunfante.

Si la revolución traía beneficios, se imponía ponerse del lado de ella. Ser revolucionario era alinearse con lo necesario y beneficioso para el pueblo. De modo que gran parte de la población se sintió revolucionaria y siguió los principios enarbolados con el mayor fervor. Por analogía, como la masa del pueblo era revolucionaria, desde entonces se estableció la equivalencia «pueblo es revolución» y viceversa. ¿Quién en su sano juicio iba a dejar de pertenecer a una condición que lo reconocía y beneficiaba?  Desde entonces la categoría óptima para valorar a una persona fue la de «revolucionario». Si eras considerado como tal, todas las puertas te eran abiertas. Lo cual implicaba que ser considerado «contrarrevolucionario» dejaba a las personas al margen de todo derecho. Las calles, las escuelas, «eran para los revolucionarios», así de absoluto. De modo que, bien por convicción o por estrategia, casi todos se consideraron en esa categoría.

Obviamente, ser revolucionario establecía una alineación dura y pura con las regulaciones y dictámenes que se decretaban. Esto presuponía una inclusión en la convención generalizada que establecía qué se esperaba de uno en tal consideración y qué podía esperar uno del sistema al aceptarlo o no. Y, precisamente, como esas acciones venían desde el Olimpo revolucionario, pues la mayoría de las personas las aceptaban y participaban de la actitud de rechazo y exclusión a los no simpatizantes, así como de los emprendimientos económico-sociales que la revolución determinara. Ya que los que estaban en el poder habían luchado por nuestra libertad y habían propiciado determinados beneficios sociales y económicos, pues de ellos no podía esperarse más que lo correcto. Se depositó total confianza en lo que determinaban las altas instancias y disposición a cumplir inobjetablemente lo que se pedía al pueblo; incluso arduos sacrificios, que se anunciaba tendrían como fin mayores beneficios.

Nos adaptaron a un discurso que explicaba lo que eran el bien y el mal, las razones por las que habíamos llegado hasta aquí y por qué debíamos continuar por ese camino a pesar de los rigores. En fin, nos acostumbraron a cumplir sin titubeos la vocación revolucionaria. Es la eficacia de la ideología: nos entrega un relato que solo hay que interiorizar y guiarse por él. No es necesario buscar más allá, solo acatarlo.

Como señala Vaclav Havel, la ideología «ofrece al hombre una respuesta rápida a cualquier pregunta», de modo que sustituye nuestra inclinación a indagar por la de reproducir; de obedecer en vez de actuar razonadamente; de compartir las conductas admitidas sin mediar cuestionamientos lógicos. Esta aceptación de un orden establecido «ofrece al hombre extraviado una casa accesible», donde solo tiene que sentarse y dejar ser. Solo que por ese aparente confort sin mayores deberes, tiene que pagar un precio excesivamente caro: «la abdicación de su razón, de su conciencia, de su responsabilidad».

Por condicionamiento, el cubano devino un ser para la conformidad. Nos acostumbramos a que todo lo que venía «de arriba» estaba «dentro de la revolución», era lo acertado y por tanto no teníamos que pensar, solo dejar a los encargados que lo hicieran y nos indicaran. Todo lo demás estaba «contra» ella y por tanto no tenía derecho a existir. Al aceptar acríticamente los dictados de «la revolución» aceptábamos asimismo sus efectos, buenos o malos. Si buenos los aprovechábamos; si malos, nos sacrificábamos y confiábamos en que serían rectificados en algún momento.

Con el tiempo, como en todo proceso humano, el decurso de la revolución generó errores, no pocos ni insignificantes. En algunos casos estos se debieron a un intento e acelerar la obtención de logros sociales, lo que por lo general se basaba en la confianza de que el empeño revolucionario podía lograrlo todo. El voluntarismo ha sido nuestro principal desatino pues, a pesar de declarar la asunción de Marx como guía de estas acciones, se desconocieron sus preceptos en torno al papel decisivo de las condiciones objetivas. De modo que se acometieron acciones que no solo retardaron nuestro crecimiento económico, sino que, a la par, debilitaron la confianza en «la revolución» y fragmentaron el respaldo mayoritario inicial a la misma.

Fueron erradicados todos los emprendimientos económicos privados pequeños y medianos, se desintegraron gradualmente las formas tradicionales de producción agraria y se impuso la artificial formación de cooperativas agrícolas. Mientras, en lo social, surgía la repulsa a los religiosos, el rechazo a los homosexuales, la calificación de «bitongos» a quienes aspiraban a ciertas comodidades, de «enfermitos» a los que ansiaban estar a la moda, de «desviados» o «problemáticos» a los que hacían planteamientos críticos, etc. Estas vicisitudes crearon un clima propicio para la inestabilidad y el desencanto.

¿Cómo asumieron los diferentes sectores de la población las consecuencias de aquellos errores? Unos, renuentes a renunciar a sus modos de vida, se acogieron al exilio. Otros, los que creyeron que eran circunstancias transitorias de pronta solución que no alterarían los logros alcanzados, se apegaron a las estructuras formales creadas para paliar tiempos difíciles. En tanto los decepcionados, sin una voluntad decidida de hacer por cambiar su situación, se adaptaron a una vida hacia el interior de sus posibilidades y temores. En fin, unos por confianza y otros por desgana nos adaptamos a las circunstancias. La sociedad quedó fragmentada. ¿Es en tal contexto donde se consolida la actitud de resignación?

Esta paralización de la voluntad para resolver nuestros problemas es muy difícil de sanar. De un lado están los animados por la esperanza de que los que «saben», esos que nos dirigen, hallarán la forma de romper el cerco de inercia y nos conducirán a la victoria definitiva, de modo que lo único que tienen que hacer es cumplir las orientaciones y esperar. De otro, subsisten los que creen que no hay nada que hacer, que la solución debe llegar de algún fenómeno fortuito o instancia externa y, por tanto, solo les queda aguardar e hibernar del mejor modo posible. En ambos casos, dejar pasar el tiempo se ve como un proceso curativo.

Refugiados cubanos a bordo del Capt. Preston en 1980 (Foto: Colección del Miami Herald vía Museo HistoryMiami)

Consecuencias de la resignación

La resignación se ha convertido, casi mayoritariamente, en el estado de vida nacional. Esta atonía existencial nos reduce a pacientes que soportan los infortunios e impide que nos concibamos como creadores de soluciones.

Por ello, considero que un elemento cardinal para el desarrollo de una postura constructiva, resolutiva, es la formación de una cultura cívica. Por muchos años nos olvidamos de cultivar en los individuos, en distintas instancias de la sociedad, las cualidades ciudadanas que hacen posible una convivencia activa, eficiente y solidaria. No se nos enseñó a valorar críticamente, a participar reflexivamente para conseguir mejores desempeños. No se nos educó en que pensar distinto, actuar de otro modo, buscar otros fines no nos hace enemigos, solo sujetos diversos, y que vivir en la diversidad es posible si hay respeto y consideración por el diferente. No éramos conscientes de que toda obra humana es proclive a errores y por eso es necesario el debate, la colaboración, la conciliación para su perfectibilidad. Empezamos a confiar apasionadamente en quienes nos guiaban y a asumir que todo tenía que salir bien pues lo hacía «La revolución».

Hay que entender que toda colectividad humana, para que sea justa, participativa y solidaria, necesita de una sociedad civil que espontáneamente vele por los intereses de todos y sirva de instrumento para medir calidad y alcance de los propósitos, así como de barrera de contención contra errores y excesos. Sin embargo, en Cuba la sociedad civil espontánea se sustituyó por otra institucionalizada y correspondiente al partido único. Las asociaciones de jóvenes, mujeres, niños, trabajadores de los distintos ramos, intelectuales y artistas, etc., tienen organizaciones creadas por el partido y en consonancia con sus lineamientos. Cualquier asociación que estuviera fuera de ese círculo parecía estar «contra la revolución», entiéndase contra el gobierno, por tanto no tenía razón de ser.

En fin, la centralización estatal y partidista conllevó un proceso de homogeneización del pensamiento y la actitud ante los procesos sociales. Todo tenía que venir de arriba y cuanto venía de arriba era justo y apropiado. ¿Para qué pensar y buscarnos dolores de cabeza si otros lo hacían por nosotros? ¿Errores, insuficiencias, privaciones? Ya los que sabían hallarían qué hacer. Y así fuimos condicionándonos a dejar que «los de arriba» pensaran, decidieran y proyectaran nuestras vidas. «Los de abajo» solo teníamos que sacrificarnos y hacer lo nuestro, trabajar. Es decir, resignarnos.

Pero todo sacrificio debe tener un plazo de vencimiento dado por la meta a alcanzar, de otro modo se convierte en desgaste agobiante y sinsentido. Desgraciadamente, pasó el tiempo, se acumularon errores, crecieron dificultades, la existencia se tornó exasperante, no se lograban los propósitos del sacrificio y, por ende, este se convirtió en un fin en sí mismo, en un modo de mostrar decidido apoyo al sistema.

 Así, un grupo de seguidores entusiastas, por diversos motivos, materiales o subjetivos, siguieron aceptando que lo que se dictaba desde arriba era lo correcto y se convirtieron en abanderados de todo gesto defensivo al sistema, algunas veces extremo, como los actos de repudio. Sin embargo, para una parte considerable de la población llegó el desencanto, la frustración y entonces empezó a pensar distinto. Lamentablemente, no había ya canales para encauzar los desacuerdos. De entre esos individuos, unos se atrevieron a expresar criterios contrarios a los oficiales y fueron reprimidos de distintas formas. Otros, al percatarse de la imposibilidad de expresión de criterios alternativos, emprendieron la evasión masiva hacia otras naciones. Todavía otros, al no vislumbrar una posibilidad sensata e incruenta de solucionar sus penurias, se acogieron a la resignación como conducta defensiva para sobrevivir.

La resignación es básicamente una condición a la que muchas personas se entregan cuando no hallan recursos para resolver un conflicto. En esencia, es la renuncia a actuar ante determinada situación problemática. Esta abstención, creo, puede estar dada por tres factores principales: 1) porque consideramos que no contamos con las facultades necesarias para enfrentar el problema; 2) porque tememos que en el proceso de enfrentamiento podamos terminar en una condición peor a la inicial, y 3) porque nos adaptamos a la situación y vemos en el enfrentamiento un esfuerzo inútil. De modo que resulta una suerte de anestesia que nos aplicamos para atravesar un sendero espinoso atenuando el consiguiente dolor.

Es curioso que la palabra tenga, entre sus acepciones, dos que plasman la situación en que vive una buena cifra de compatriotas de modo nítido: 1) entrega voluntaria que alguien hace de sí poniéndose en las manos y voluntad de otra persona, o sea, que nadie nos obliga a la resignación sino que es una elección propia según nuestra valoración de la situación y las condicionantes en torno a ella; y 2) expresa conformidad, tolerancia y paciencia en las adversidades, o sea, que no supone una actitud de enfrentamiento al infortunio sino una adecuación a él .

No creo que haya que agregar mucho más. La resignación pone nuestra vida bajo la determinación de una circunstancia externa, sea otra persona, un contexto o un sistema, pero además, nos enajena de aquello que restringe nuestra existencia  para permitirnos sobrellevar las desventuras sin mayores complicaciones. La resignación ayuda a tolerar las dificultades, no a resolverlas.

Entiendo que la resignación es, por lo general y en las condiciones de la existencia cotidiana, una cualidad sumamente negativa para el desempeño de los individuos, pues elimina algunas de las peculiaridades fundamentales que hacen del ser humano un creador de su vida plena. Dicha actitud no permite probarnos en nuestras posibilidades e inteligencia para resolver problemas.

Solo en lo que intentamos podemos verificar nuestras aptitudes y limitaciones y, a partir de los resultados, establecer estrategias para el desarrollo físico-mental. Al no darnos ocasión para probar nuestras facultades, restringimos las experiencias vitales y, por tanto, reducimos nuestro aprendizaje como seres para el constante perfeccionamiento. La resignación disuelve la autoestima como individuos que merecemos obtener lo que nuestras facultades permitan; deshace el sentido de esforzarnos por lo que ansiamos, destituye el arrojo para superar obstáculos y embota la inteligencia para resolver problemas. En fin, la resignación es la parálisis de la voluntad y el espíritu.

Es necesario que recuperemos el carácter activo, creador, superador, que debe identificar a todo ser humano. No nos cansemos de pelear por lo que necesitamos o ansiamos. Aunque creamos que lo que hacemos no traerá algún resultado inmediato, no es así: la persistencia, el tesón, la sagacidad, el empeño, sobre todo cuando se vuelven formas de actuación sistemáticas y masivas en las personas, siempre logran cambios favorables. No hay indolencia humana que pueda blindarse al empuje de quienes se imponen obstinada y persistentemente en realizar su propio designio vital.

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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