El totalitarismo. Una enfermedad colectiva

La ilusión del control total

Los últimos dos siglos, incluyendo el XXI, han estado marcados por la aparición y repetición de sistemas totalitarios. Los mecanismos represivos a gran escala, como hemos visto en el estalinismo y en el fascismo, todavía están presentes en países como Cuba y Venezuela. La «violencia total» que reproduce este tipo de sistema, y a la que desde ahora llamaremos «discurso totalitario» por la pertinencia del término para este artículo, tiene como fin el control absoluto.

Siendo este su fin, el discurso totalitario corrompe no solo las relaciones económicas y la libertad política, sino el lazo social humano en sí mismo. Es decir, la dimensión intersubjetiva y subjetiva también son objetos de control. Una vez que la ciudadanía es presa de este discurso, termina por ser forzada a la cosificación y a la instrumentalización mutua de sus integrantes. La situación actual de Cuba ejemplifica las devastadoras consecuencias de un sistema así: la desesperanza, la pobreza, la incesante emigración, la fragmentación familiar y la instrumentalización de la violencia colectiva. Estos elementos ilustran cómo un discurso totalitario puede enmascararse en tanto progreso, mientras que su fin lleva a la desolación.

Necesitamos un examen urgente de este tipo de catástrofe social y humana desde todas las disciplinas posibles. Intuyo que elaborar, en el sentido freudiano del término, el traumatismo colectivo y la deshumanización que vive el pueblo cubano dentro y fuera del país, sería una salida alternativa —junto a la restitución del lugar de la Constitución—, uno de los caminos de restauración y reparación del lazo social. Liberar la palabra, propia y colectiva, de la influencia totalizante de tal discurso, es uno de los principios de restauración democrática en Cuba.

El totalitarismo es un discurso que se propaga no solo por la vía de la represión política violenta.  Tales sistemas no se establecen ni perduran sin la colaboración de las masas. Estas se someten no solo a causa del terror, sino también por seducción. Para que exista un control absoluto hay que adjudicarle al opresor un poder absoluto.

Por ejemplo, la mezcla de erotismo y agresividad que se asoció a la figura de Fidel Castro desempeñó un papel importante en el proceso de contagio social necesario en los primeros años de la revolución. Este tipo de fascinación de masas fue nombrado por el egipcio Alaa El Aswany como el «síndrome de la dictadura».  El autor compara una dictadura con una enfermedad de carácter colectivo fruto de una relación enfermiza entre un líder autoritario y un pueblo. Según su análisis, el pueblo sometido a una dictadura pierde toda aspiración de libertad, de reflexión crítica, y se comporta como si estuviera «embrujado» o «hipnotizado», incapaz de imaginar una vida sin el dictador.

Es evidente que la noción de síndrome de Alaa El Aswany, no se reduce al campo del individuo, sino al de la colectividad. Conocemos por principio que una enfermedad mental nunca es un fenómeno aislado, estrictamente biológico e individual, como pretende imponer la ideología científica neoliberal actual. Las raíces de una enfermedad pueden comenzar varias generaciones antes de que esta se exprese y sus causas están asociadas a determinantes familiares, grupales, comunitarios, culturales e ideológicos.

Por tanto, es muy lógico analizar el fenómeno totalitario a partir de argumentos clínicos. Así puede concebirse como una enfermedad colectiva donde la sumisión voluntaria a un tipo de discurso sería el núcleo fundamental del síndrome, y los mecanismos patológicos inconscientes explicarían los síntomas de desubjetivación y deshumanización colectiva consecuentes a esa sumisión.

En tal sentido, el sujeto enfermo de totalitarismo se somete de manera inconsciente a un proceso de desposesión voluntaria de su libertad de palabra y se aliena al discurso del líder y sus seguidores. Lo que puede verse como un movimiento psíquico regresivo donde, ya sea por identificación narcisista con el líder o por búsqueda de seguridad frente al terror político, una parte importante de la población abandona procesos intersubjetivos más complejos y se conforma a mecanismos de abuso. Por una cuestión de supervivencia se aprende a disimular quienes somos y a simular quienes no somos, parafraseando a Koyré.

En nuestra opinión, Ariane Bilheran, autora del libro Psychopathologie du Totalitarisme, es quien hace uno de los mejores análisis sobre el tema. Bilheran argumenta que el totalitarismo opera como una «enfermedad de civilización», una forma de «locura colectiva» que se propaga a través de un mecanismo de contagio de un delirio paranoico.

Este tipo de delirio generalizado moviliza a gran escala el miedo, el odio, la agresividad y la violencia justificada políticamente. Los extensos discursos de Fidel Castro entran bien la perspectiva lacaniana para quién los delirios son «esos inmensos bla bla bla extraordinariamente articulados». Eran horas de delirio televisado y propagandizado. Los actos de repudio, la militarización del lenguaje y de la población, y otros tipos de violencia colectiva presentes todavía en el país, se sostienen en la convicción delirante de que hay que defenderse de los enemigos de la revolución. Todo es reducido a esa pseudológica.

La zona gris

La región más oscura de la patología ética del totalitarismo fue develada por Primo Levi. En su libro Los Hundidos y los Salvados, el autor revela el espacio ambiguo o borroso entre el bien y el mal dentro de los campos de concentración nazis. Esta zona gris la conformaba una clase híbrida de prisioneros-funcionarios quienes, aun sufriendo la opresión del sistema nazi, tenían un poder en ocasiones más alto que algunos oficiales y lo utilizaban sobre otros prisioneros, a menudo hasta el asesinato.

Para Levi, estos prisioneros estaban comprometidos en un vínculo de complicidad inhumana del que no podrían arrepentirse jamás. Dicho concepto desafía la dicotomía simplista y desgraciadamente generalizada hasta hoy día de dos bandos; uno bueno y otro malo. El sistema totalitario, al corromper el tejido social, convierte a las propias víctimas en instrumentos de opresión.

En esta complejidad moral no sería prudente hacer juicios simplistas. Solo aquellos que han vivido situaciones deshumanizantes de tal envergadura pueden dar luz sobre esos comportamientos. Cuando se vive bajo situaciones de sobrevivencia intensas, el lazo social se fragmenta, se atomiza. El individuo, dice Levi, se convierte en una «monada sellada». Dado que el control totalitario busca dominar el pensamiento y el ser humano, estos procesos colectivos de regresión psíquica inducida pueden llevar a personas «normales» a cometer actos atroces. Lo que nos confronta cotidianamente a lo que Hannah Arendt llamó, después de presenciar el juicio a Eichman, la «banalidad del mal».

Hannah Arendt.

En Cuba no es difícil ver repetida esta zona gris, como observamos el 11 de julio del 2021. También en los actos de las marionetas del sistema, prestos a golpear, mentir, y torturar adolescentes, mujeres y hombres; a intimidar familias sin otro incentivo que satisfacer la fantasía delirante en que están inmersos. Desde aquí hay que repensar la justicia. O pensar una menos simplista.

La ilusión delirante de control ilimitado no se define por una ideología específica, sino por los mecanismos de alienación de los individuos, por la manera de hacer colectividad. La obediencia absoluta la encontramos también en países con estados de derecho, como mostró el experimento de Milgran en 1963, uno de los estudios más famosos y controvertidos en la historia de la psicología social norteamericana.

El experimento se diseñó para simular una situación de aprendizaje en la que el participante real del estudio, jugando el rol de «maestro», tenía que administrar descargas eléctricas a un «alumno» (un actor entrenado por el experimentador) cada vez que este cometía un error en una prueba de memoria. Las descargas eléctricas se incrementaban en intensidad con cada error, desde un ligero choque hasta un nivel potencialmente letal. El «alumno» en realidad no recibía descargas, pero simulaba dolor a medida que aumentaba la intensidad de las descargas.

El experimentador, que representaba la figura de autoridad, instruía al «maestro» para que continuara administrando las descargas eléctricas a pesar de las protestas del «alumno». La presencia de una figura de autoridad y sus órdenes, creaban una situación de presión social en la que el «maestro» se sentía obligado a obedecer. A pesar de que los participantes mostraron signos de angustia y conflicto, un alto porcentaje de ellos (65%) obedeció las órdenes del experimentador hasta el final, administrando la descarga eléctrica máxima. Los resultados demostraron la fuerza de la influencia de la autoridad en el comportamiento humano, incluso en situaciones donde las órdenes implicaban infligir dolor a otra persona. Este experimento confirma el argumento de este artículo. El totalitarismo no depende realmente de su contenido ideológico, sino del alcance de la renuncia, individual y colectiva, del juicio ético y moral.  

El primer paso antidemocrático es el de adherirse a un delirio colectivo donde se anula la capacidad de pensar, la sensibilidad ética, el civismo y la polifonía de puntos de vista de un país. La solución no es solo cambiar de gobierno, es también restablecer la dimensión ética individual. Cada cual responde por su adhesión inconsciente al delirio colectivo. La justicia en el totalitarismo no es solo para los otros, es también la del sujeto para consigo mismo.

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