Harold Cárdenas y las muchas máscaras del poder

Jamás he escrito un artículo para generar debate sobre criterios ajenos sin que existan razones de peso para ello. Creo en la utilidad de la contrastación de ideas como vía para potenciar la participación cívica en asuntos públicos. Esa fue una tradición entre la intelectualidad cubana, incluso desde el período colonial. En tiempos de la república era usual que se cruzaran artículos y cartas públicas que dirimían perspectivas políticas opuestas, hasta el punto en que a veces un mismo medio de prensa daba espacio a criterios divergentes.      

Por tanto, entiéndase que este análisis no se sustenta en un diferendo personal, sino político. Los argumentos se dirigen al mensaje, no al mensajero; no me motiva el autor, sino sus tesis, por lo que ellas significan en el momento actual de Cuba.

Se trata del reciente artículo de Harold Cárdenas: «Las muchas caras del financiamiento internacional», publicado en La Joven Cuba; un texto en el que lo más tendencioso no es lo que se dice explícitamente, sino lo que se sugiere, lo que se da por sentado desafiando sin pudor la práctica política, la verdad y la ética.

Se afinca el articulista en una tesis que ha servido al poder para sostenerse durante años y que ha sido manejada con relativo éxito por un sector de la intelectualidad, interna y foránea, comprometido con el régimen cubano. Es la tesis de «la plaza sitiada, donde toda disidencia es traición».

Ella presenta al estado cubano como una víctima a la que hay que disculpar «ciertos excesos» pues su entorno geopolítico le ha sido hostil. No obstante, sobre todo en el último lustro ―período en que dicho sistema transitó desde una autocracia con rasgos totalitarios a una abierta dictadura―, esa tesis exculpatoria se desmorona por el propio peso de la evidencia. Resulta entonces inadmisible, desde la teoría política y desde la ética, dejar pasar la oportunidad de interpelarla.

Ha sido costumbre de Cárdenas presentarse como una especie de «fiel de la balanza», un «actor moderado» cuya función es «interpretar» el ambiente político que suele ubicar en dos polos: el Estado y «la oposición». Si bien ser «moderado» es sinónimo de prudencia, mesura, austeridad y comedimiento, virtudes elogiables todas; sería pertinente recordar asimismo que en la historia de las ideas políticas el Partido Moderado fue uno de los dos principales partidos políticos españoles que defendió la línea dinástica isabelina frente a Carlistas y Republicanos, y fue el principal rival del Partido Progresista.

La ideología política del moderantismo era equiparable al conservadurismo inglés y al doctrinarismo francés, del que tomaron muchas de sus tesis: Estado confesional católico; fortalecimiento del poder real; capitalismo puro; paz interna nacional; centralismo total con sede en Madrid, entre otros.

Por lo general, un político moderado es una persona que se distingue en el centro del espectro político de izquierda a derecha; pero es obvio que estos posicionamientos serían propios de un sistema político en que fuera natural ―y por ende legal―, la existencia de partidos o tendencias, y donde se respetara el pluralismo. Ese no es el caso del sistema político cubano.

La moderación de que presume el autor del artículo en debate, es entre nosotros, menos una virtud cívica y más una cuestión doctrinal, que detecta como un peligro cualquier desafío al poder instituido. Vista así, su actitud es, como en el viejo partido español, tendiente a favorecer al poder sobre la base de demandar una paz interna en la cual la oposición deviene molesto «disturbio».

Ser situado en el sector opositor constituye una especie de «pecado original», casi siempre distinguido por Cárdenas con las etiquetas: «radical», «de derecha», «agitadores» o «activistas». No importa que tales afirmaciones sean hechas sin un mapeo serio y objetivo de las diversas posturas del espectro ideo-político. Si se desafían las bases del poder en Cuba (cuya tríada perfecta radica en: usufructo de la propiedad estatal, partido único y sistema electoral impermeable a la voluntad ciudadana), automáticamente se pasa a formar parte, según el exdirector de La Joven Cuba, de una «militancia opositora» y se es consecuentemente descalificado.

Resulta obvio que, para clasificar a la oposición como un sector homogéneo situado a la derecha, el analista ubica entonces al Estado cubano en el polo de la izquierda, lo que también es consistente con el modo en que ese Estado se representa a sí mismo. En medio de ambos polos, hipotéticamente distante de uno y otro; en la cómoda postura del observador neutral, supuestamente neutral, se ubican Harold Cárdenas y el medio que dirigió hasta hace poco.

Esta controversia no es nueva para mí. Él recordará los debates que tuvimos ante su insistencia en que La Joven Cuba no era un medio opositor. Me parecía una ingenuidad en aquellos momentos; ya no me lo parece. Y es que aquí cabe una pregunta propia de la axiología política: ¿es éticamente admisible decidir, a priori y para siempre, no ser parte de la oposición a un sistema político, aun cuando dicho sistema demuestre con su accionar constante que viola los derechos humanos y ciudadanos de todos, incluso aquellos refrendados por su misma Constitución? ¿Es posible exigir un equilibrio entre dos polos tan dispares como un Estado que dispone de todos los medios para reprimir y lo hace de espaldas a la Constitución, y una sociedad civil compuesta por disimiles opiniones políticas; todas sin derecho a expresarse; todas excluidas, todas indefensas ante la ley?   

Cárdenas considera perfectible a ese sistema político. Confieso que también tuve ese criterio por algún tiempo, pero los últimos diez años me convencieron de que no es posible reformar estructuras políticas cuyo fin único, desde el inicio hasta hoy, ha sido gobernar mediante la autocracia de un grupo de poder que fagocitó la soberanía popular en provecho de una élite que usufructúa la propiedad social a su favor.

En opinión del analista, el sistema político cubano puede llegar a adoptar normas democráticas; eso es algo a lo que puede aspirarse pero que no ha sido posible aún pues: «La mentalidad de Guerra Fría y el desinterés en adoptar normas democráticas básicas rigen todavía el Palacio de la Revolución». Ese «todavía» encubre sesenta y siete años, pero tal «detalle» es pasado por alto olímpicamente.

Y puesto a pedir, le pide peras al olmo cuando nos dice: «Nótese que el Estado podría educar en buenas prácticas y crear un marco legal que permita opciones de financiamiento respetuosas del orden institucional, evitando así la dependencia de los fondos de cambio de régimen. Pero en el Comité Central no son muy sofisticados».

Estoy segura de que él no ignora que la mayor parte de las altas penas de privación de libertad aplicadas a los manifestantes pacíficos del 11j son precisamente por atentar «contra el orden constitucional»; a manifestantes que participaron en un estallido social espontáneo, sin liderazgo de ninguna organización opositora y sin financiamiento externo alguno.

Me consta por experiencia propia que en Cuba una frase de Antonio Maceo puede ser considerada «propaganda ilegal contra el orden constitucional». Además, como sabe el fundador de La Joven Cuba, y sabemos todos, tras casi seis años de aprobada la Constitución de 2019 no se han habilitado los derechos ciudadanos refrendados en ella, lo que viola un mandato constitucional que obligaba al legislativo a habilitarlos en los dieciocho meses posteriores a su entrada en vigor.

Para el moderado analista «Son comprensibles las reservas gubernamentales de no permitir la competencia política a un sector que recibe inyecciones financieras del exterior mientras se asfixia al Estado cubano por otra parte». Ante tal falacia le recuerdo algo que pasa por alto: Jorge Fernández Era y yo comenzamos a sufrir de esas «reservas gubernamentales» (vivan los eufemismos) mientras éramos parte del equipo habitual de La Joven Cuba, medio que se precia de no admitir fondos para cambio de régimen. Y luego de eso, la Seguridad del Estado (y su viejo conocido el teniente Manuel), también ha mostrado «comprensibles reservas» hacia otros colaboradores de LJC sin que dicho medio haya mostrado explícitamente su apoyo a esas personas.

Esto no se trata de falta de sofisticación, como se afirma manipuladoramente, sino de un sistema político que no puede generar valores ni prácticas que vayan contra sí mismo, contra sus estructuras y sus intereses de clase.

Ante el cúmulo de contradicciones presentes en su artículo, preguntaré públicamente al autor, y me gustaría que respondiera haciendo gala de las normas democráticas que siempre exige:

¿Es posible que un estado como el cubano sea capaz de educar en buenas prácticas democráticas? ¿Es posible crear un marco legal a la oposición dentro de un sistema político de partido único y designación de cargos? ¿Es posible la existencia en Cuba de algún tipo de oposición respetuosa del orden constitucional? Si las respuestas fueran positivas, sería el aporte más significativo de su carrera como analista político y debiera socializarlas.

Hay una frase en el artículo con la que sí concuerdo. Realmente es una expresión con la que el autor valora a otros, pero que le viene a él como anillo al dedo: «Es grande la capacidad humana para racionalizar y justificar aquello que se necesita». Harold Cárdenas es apenas una de las muchas máscaras con las que el poder se ha cubierto por décadas, pero ante los tiempos que corren, las máscaras caen y nos permiten ver, cada vez más nítidamente, lo que en verdad hay detrás.

***

Imagen principal: Sasha Durán / CXC

Alina Bárbara López Hernández

Profesora, ensayista y editora. Doctora en Ciencias Filosóficas y miembro correspondiente de la Academia de la Historia de Cuba.

https://www.facebook.com/alinabarbara.lopez
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